martes, 15 de mayo de 2007

Las cuatro estaciones del deseo

La presencia de letras en este espacio, que cumple un mes de existencia, se vio interrumpida, pero mis andanzas perviven, esas no tienen tregua. Mi sed de aventura rara vez se ve saciada.

Recibí una cordial invitación para visitar de nueva cuenta la majestuosa abadía que controla Marcel I. La posibilidad de llenarme de colores, de sentirme en sus texturas, de probarme sus sabores y perderme en el ritmo de música y mujeres me incitan para acudir a su llamado.

En tiempos recientes he desarrollado mi capacidad para extraviarme por este placentero mundo, y con esa actitud partí de Panthemont hacia la tierra de los valles.

Tuve mucho que andar y sé que conocer esa ciudad me llevará tiempo, pero mi decisión es firme, tanto como la erección que tuve al partir esa mañana. Quiero conquistarla y dejaré que ella lo haga.

Me espera un encanto permanente de delicias, de roces y caricias, de ternuras y perversiones; será un trayecto lleno de peligros y placeres, de batallas en pleno bosque, de besos cálidos como desiertos, de humedades y de sed.

Una noche cuando transitaba por un camino lleno de pendientes, con el frío calándome el cuerpo y torturándome la mente me dejé llevar por una tenue luz que coronaba una pequeña montaña. Para entonces eran ya dos días sin alimentarme de ninguna forma, las hambres iniciaban su tortura y la esperanza de saciar alguna se encontraba a tres kilómetros.
Mi condición de Marqués la dejé en Panthemont. Desde que recibí el llamado de Marcel I decidí llegar a la abadía como un personaje del pueblo; anónimo, incógnito para poder mirar a la ciudad con otros ojos. Para entonces el cuerpo reclamaba y la mente me escupía sus reclamos por renunciar a carruajes, caballos, cocineras, mozos y mujeres. Esa cabaña era mi primer acercamiento a la palabra comodidad, y hasta ahí dejé que me llevaran los pasos.

La luna alumbraba la cabaña y proyectaba cuatro sombras al interior de las ventanas. El silencio nocturno me permitía reconocer algunas risas y los acordes de una guitarra. Afuera, un corral acotaba el espacio a dos caballos, cuatro vacas y dos puercos. Una vivienda sencilla, lejana a mi acostumbrada elegancia, pero la ansiedad de mi cuerpo era mayor a mi exigencia.
Al llamar a la puerta se calló la música. Escuché los pasos rechinar en el suelo de madera. En el fondo una alacena, en primer plano unos ojos azules, chimeneas que proyectaban su calor.
"Qué desea? ¿Está perdido? Cuatro dulces palabras a las que mi mente respondía: "A usted. Ya me encontró".
Oculté la evidencia del deseo que aparecía al mirar la aureola rosada de su seno que asomaba por el escote. Le dije que mi destino era el valle, que estaba perdido, cansado y con hambre. En plena explicación llegó otra joven, aún más bella, menos blanca, con un rostro de ángel que con una actitud amable me invitó a pasar a la casita.
La amabilidad iba en aumento. Las dos hermanas me llevaron a una estancia de paredes blancas y vigas de madera. Hasta ese pequeño espacio llegaba el olor de la cocina y se encerraba el calor de la chimenea. Se coordinaron para retirarme el abrigo y me sentaron en el espacio que ocupaba la guitarra. Mis ojos las siguieron hasta perderlas por la puerta. Ya solo, me miré de frente con las llamas. El sitio era acogedor, sin lujos, pero cálido y bello; un manantial perdido en pleno bosque, llave capaz de abrir las puertas del placer y del deseo. Llegué como tigre hambriento a una caverna que transformaré en palacio.
Mi mente viajaba hacia los leños tronantes que ardían y vomitaban sus brasas. A unos metros los murmullos. "Está perdido, démosle de comer. Se ve que tiene frío. Sólo por esta noche". Tras los ruegos, dos nuevos rostros, aún más bellos que los anteriores; la madre y la hermana que completaban el cuarteto, un adelanto de cielo, cuatro pedazos de lujuria terrenal.
Al presentarme ante la joven señora mentí sobre mi noble origen. Fingí ser escritor, un poeta, que invitado por Marcel I acudiría al valle para retratar la vida de sus calles, las costumbres de sus habitantes, el color de sus mercados y la textura de sus pieles.

La madre y la más pequeña de las hijas regresaron a la cocina. La guitarra volvió a sonar acústica, las voces mágicas se conjuntaron con la mía para cantar alegrías, tristezas, dolores, búsquedas, pérdidas, caminos y encuentros.
El vino apagaba la sed y en la cocina se alistaban las armas que matarían mi hambre. Mi fiebre aún no elegía su cura, cuatro opciones rondaban por mi mente. Me contenía, sabía que para dar digna batalla tenía que comer primero.

Lista la cena nos movimos a la mesa, un espacio redondo para la alegre convivencia y el permanente contacto visual. La sencillez de los platillos no demeritaba su sabor único, exquisito. Devoré la sopa que mojaba mis labios y calentaba el interior de mi cuerpo. La más joven de las mujeres me imitaba y se reía cuando el caldo le resbalaba por la boca y llegaba hasta su cuello. Sus 16 años le permitían ese juego. Las jarras de vino llenaban los vasos que vacíabamos constantemente; la hermandad con el queso, los panes y las carnes era deliciosa.

La madre tomaba confianza y su rostro era coloreado por los efectos del vino. Al desatar su cabello éste llegaba a la altura de su pecho. Las caricias peinaban mi deseo y abrían discretas el primer botón de la blusa de algodón. Su piel trigueña era un pedazo de cielo estrellado armónicamente por pecas, múltiples pruebas de contactos ardientes con el sol.

Las tres hermanas motivadas por la ejemplar conducta de su madre emulaban sus movimientos, promesas de un húmedo encuentro. Los paladares tronaban al chupar los dedos manchados con el dulce de leche que remataba las manzanas, postre que completaba mi requerimiento energético. Estábamos listos para regresar a la sala, al fuego, a la guitarra.

Los pies descalzos concordaban con los hombros y las tetas que vibraban con las risas. Mi voz inundaba el lugar, las primeras caricias a manera de canción fueron seguidas por mis manos que tomaban los ardorosos hombros de la mujeres. Una a una se fueron intercalando alrededor de mis dedos, una por una se fueron desnudando. La noche que madrugaba ardía más que el sol. Las pieles, blancos lienzos, inmensos mares salados, arena ardiente quemándome los pasos.

Cuatro promesas. Realidades libres hermanadas por la sangre y el deseo. Aromas frescos, caricias que pasaron a los besos; saliva convertida en veneno, lenguas que inventaban un idioma, lenguaje vivo como un río oradando rocas hasta perderse en el mar. Ropas regadas por la playa, almas abandonadas al goce y al placer.

Las hermanas atendían obedientes las indicaciones de la progenitora. Mi voz fue silenciada cuando la madre se sentó sobre mi boca. Mi lengua encantada volaba como hada hasta bañarse de su sexo. Violento choque de labios, lengua perforando el negro pozo de las ansias. Las hermanas de en medio preparaban mi lanza, la humedecían para ofrecerla a la más pequeña de la casa, ella, con gran dominio de su cuerpo descargó todo su peso sobre el miembro de quien narra.

Mis manos, aún bajo mi control acariciaban los empapados espacios y chapoteaban de gusto. Mis dedos excavaban los huecos hasta desaparecer, era como estar esposado a dos saltos de agua, túneles interminables iluminados por mi anhelante deseo. Me perdí entre callejones inundados por la lluvia de dos hermosas nubes. Los hilos de agua que escurrían hasta mis codos eran chupados desesperadamente por la pequeña para compartirlos beso a beso con su madre; ahora la hija alimentaba a la madre, la nutría con el fruto de sus hermanas. Las cuatro estaban más unidas que nunca.

Los rítmicos círculos hacían temblar mi cuerpo, la lava se acercaba al cráter y solicité un cambio estratégico de posición para que bajara la marea. La madre ordenó que se detuvieran y llamó a sus hijas las formó delante de mis ojos para que eligiera entre los redondos traseros. Me cautivó el que estaba en el centro y me dispuse a penetrarlo. Mis manos entraban por los extremos hasta perderlos. Los tres cuerpos formaron una cama donde la madre se recostó con las piernas abiertas en compás invitándome a explorar sus más profundos secretos.
La perfecta arquitectura de sus carnes desperataba mi ingenio. La luz que irradiaban esos ojos encandiban el momento. Esa noche había hallado una morada de aromas, inmensos depósitos de sabores.

Disfruté a las cuatro. Las cuatro me sintieron; inhalaron mi fragancia y golosas tragaron mi sustancia. Juntos llegamos a las estaciones del deseo. Sentí la primavera, sudé en el verano, maduré con el otoño y me escapé al llegar el invierno.

Noche que duró cuatro semanas
Cuatro vaginas hambrientas
una madre y tres hermanas
que en mi torre son sirvientas

Con el ánimo renovado, un mes después retomé mi camino hacia el valle, donde me cuentan que un artista tan perverso como yo quiere desnudar a sus habitantes, por lo pronto, ya me anoté, quizá ese experimento se transforme en una fiesta inolvidable.

viernes, 13 de abril de 2007

Entre temblores me muevo

Me levanté con la mente en la fiesta. Eliminé impurezas, perfumé todo mi cuerpo y me vestí de elegancia.
Al llegar a la casa de Madam Fatime sentí una revelación. Seis mujeres al servicio de la mansión, atentas a residentes e invitados, pero en casos como el que ahora les refiero, se multiplicaban el número a 200; todas serviles para atender a los paladares y gustos más exigentes.
Treinta invitados atendidos a cuerpo de marqués. Cual debe ser.

La casona era de una deliciosa elegancia, ubicada entre un patio central y un jardín trasero que atesoraba un verde laberinto con una plazuela a la que desembocaban los caminos.
Los dormitorios eran amplias habitaciones con grandes camas redondas, tapizadas con las más finas telas. El cocinero era de lo mejor de la región, los vinos, deliciosamente escogidos para la ocasión y las mujeres eran esculturas, regalos encantadores de la naturaleza.

Durante los seis días que pasamos en la casa de la señora Fatime llegaban y salían invitados y servidumbre. Los deseos eran realidades. La comida, la bebida, la saliva y el resto de fluidos estaban al alcance; sus olores y consistencia llenaban platos y vasos corporales.
Las fuerzas se alimentaban constantemente. Toda el hambre era saciada.

La música no faltaba. El sonido de tambores, pieles tensas golpeadas rítmicamente por las manos negras procedentes de África, vibraban y se fusionaban con risas y gritos en una canción maravillosa, ausente de letras, pero con un sensual mensaje.

Ellas iban y venían de una recámara a otra, pasaban de un baño a otro, de un cuerpo a otro. Un océano de dermis rompiá sus olas al pie de la chimenea. Era imposible caminar por el vestíbulo principal sin pisar piernas, senos y manos que atacaban y luchaban por nutrirse de mi cuerpo y de lo que les ofreciéramos el resto de los invitados.

No había reposo ni espacio para el descanso. El hambre no cedía entre los cómplices en la bacanal. No se respetaban edades ni morales, la locura desatada nos unía, el anonimato era garantía. Jamás volveríamos a vernos.

El calor al interior de la mansión invitaba a escapar para tomar el fresco en los jardines, pero una vez afuera el escenario natural ofrecía el mejor de los espectáculos. Las bancas que rodeaban la huerta eran ocupadas por parejas, tríos, grupos enteros que se amaban, animales salvajes que montaban unos a otros con desenfadada alegría.

Recorrí los tres caminos entre el verde laberinto, cada 20 metros era invitado a participar activamente. Al principio sólo me limitaba a observar, apenas podía comprender lo flexible que pueden ser los cuerpos y lo ágil que llegan a ser las lenguas. La imaginación y creatividad eran inagotables y las manos, nalgas, senos, penes y vaginas se confundían en una masa uniforme emisora de gritos y gemidos.

La elegancia con la que llegamos los convidados a la fiesta desapareció. Las caras telas que cubrían nuestros cuerpos eran abandonadas. Todos eramos iguales, sin distinciones. Todos desnudos; unidos bajo un "gobierno" libre, anárquico, lleno de improvisaciones, de sensaciones. De vez en cuando surgía alguien que lideraba y reacomodaba las cosas, pendiente de que cada integrante del grupo recibiera el mismo placer.
"Tú ya has dado bastante satisfacción, es tiempo que todos correspondamos generosos a tu gozo", pocas instrucciones que se sucedían cada cierto tiempo.
Al tercer o cuarto día las palabras ya no eran necesarias, los cuerpos se movían como si estuvieran educados, doctorados en materia de deseo.

La fragorosa actividad sólo era suspendida para comer y saciar la sed. Las sales minerales eran recuperadas con vino, frutas y almendras que llegaban en bandejas. Amables doncellas nos alimentaban como recién nacidos, nos daban de comer en la boca ya que no querían importunar o interrumpir la lúbrica actividad. En ocasiones ellas eran el alimento, participaban activamente y gozábamos de sus cuerpos. Al comerlas nos nutríamos de sus frutos.

Por la noche volvíamos a vestirnos para acudir al comedor al servicio de la cena. Los manjares más sublimes inundaban la mesa. Era difícil decidirse por algún platillo en especial; cerdo, aves, carnes; caldos deliciosos y vinos generosos formaban un cuadro digno de ser inmortalizado por los pinceles y la mirada de colores de los más grandes pintores.

Las dos horas de la cena era el lapso en que se suspendía toda actividad sexual. Al términar los postres, la mesa donde comíamos se transformaba en una cama adornada por un mantel de piernas, cuerpos unidos que ocupaban los espacios y ocultaban la madera del mueble. La carne de 25 mujeres, un rectángulo perfecto que abría sus piernas, una invitación a comer y beber de nuevo.

Al salir de aquella casa me enteré de los destrozos en Panthemont. La gente decía que se había movido la tierra. Yo de eso nada supe, mis temblores eran corporales, las piernas casi no me respondían.
Días despúes, algunos estudiosos en la materia señalaron a la casa de Madam Fatime como el epicentro del movimiento telúrico. Era cierto, por seis días tembló la tierra.

miércoles, 11 de abril de 2007

Las lagunas de Panthemont

El calor pega fuerte y su luz penetra entre los barrotes de mi torre.
Mis ojos captan a la distancia los verdores. Los ruidos naturales se esconden bajo las risas de doncellas inocentes que guardan entre sus faldas los frutos de los árboles. Flores de colores adornan sus melenas sueltas. Sus aromas alcanzan a subir e impregnan mi castillo.
Se complica mi concentración al confundir mis ideas con mis deseos. Sus voluptuosidades opacan el brillo de mil soles. La luna esconde su vergüenza por la batalla perdida ante semejantes bellezas.
Los vapores de la tierra se mezclan con los sudores, que cálidos se abren camino entre pieles pálidas y doradas. Por sus poros se evaporan los olores hasta quedar sólo su esencia, aspirada por los hombres que forman un vallado, álamos firmes que ofrendan su oxígeno, en nautural intercambio para mentener con vida a esas criaturas hijas de Venus.
Al verlas libres, escasas de ropa y en su estado más puro me pregunto y critico las limitantes, que en nuestro ambicioso afán por abandonar nuestra naturaleza, nos queramos distinguir del resto con el pretexto de que somos diferentes. Sucumbo ante el instinto.
Bajó de mi torre, abandono mi castillo y me pierdo. Las risas y el aroma de su carne son brújula que guían mis apurados pasos. Mis ojos se llenan de colores al tiempo que mi sangre circula a gran velocidad. Al fin las encuentro y sin dudarlo las abordó.
Cuál es el daño o qué ofensa cometo al solicitarles a las tres hermosas mozuelas, el préstamo momentáneo de sus cuerpos para poder satisfacerme, y que ellas puedan gozar, si así les apeteciera, de alguna parte que les agradace del mío, o al menos me permitan observar como se unen y abandonan hasta llenar sus cauces como ríos.
Tanta fue el agua que escapo de aquellos cuerpos, que ahora desde mi torre me asomo a contemplar un acuático paisaje, y cuando el clima lo permite, nado desnudo en tres lagunas.
A las hermanas nunca más las volví a ver. Dicen que murieron ahogadas y que sus cuerpos hallados en el mar dibujaban en sus rostros plácidas sonrisas.

viernes, 6 de abril de 2007

Por las calles de Panthemont

Menos tela por favor


La inseguridad no está dejando nada. La feminidad no escapa al miedo y no sale a las calles. Las banquetas, los espacios públicos, los lugares de trabajo se han puesto pantalones para sentirse seguros, cómodos.
Haga la prueba, y verá que pueden pasar días sin que vea a alguna mujer dejándose ver con un vestido. Encontrar rosas en el mar será más sencillo que hallar faldas arriba de la rodilla.
Cuando a Coco Chanel se le ocurrió en los años 30 ponerle más tela a las piernas femeninas, nunca imaginó que el resultado final sería la popularización de esta prenda entre todos los estratos sociales.
Comodidad, protección, moda, costumbre: son algunas de las respuestas más comunes de varias mujeres que trataron de explicar la victoria de los pantalones sobre los vestidos y las faldas.
"Es muy complicado andar por las calles con falda, sientes que todos los hombres te voltean a ver y te molestan. Con pantalón pasas inadvertida y puedes moverte con mayor facilidad", comenta una mujer que camina aprisa sobre Avenida Juárez, pero que, con ganas de ser sinceros, llena de manera justa un pantalón que atrae miradas tan oscuras como el color de la tela.
Una dependiente del departamento de damas de conocido almacén platicó que por cada vestido o falda que se vende, cinco pantalones son comprados por mujeres.
"La mayoría de ellas, sin importar edades, prefieren los pantalones. Es más, cuando son las grandes rebajas las faldas tienen un descuento mayor que el resto de las prendas", dice con seguridad Daniela, quien viste un elegante pantalón gris, del mismo color al que usan las policías que dirigen el tránsito en Avenida Paseo de la Reforma.
La vanidad también pesa. El no tener unas bonitas piernas que lucir, el color blanco de la piel o el poco tiempo para depilarse juega a favor de los pantalones.
En el trabajo hay mujeres que deciden dejar faldas y vestidos en el clóset para marcar una distancia con compañeros y jefes.
"Cuando uso pantalón siento que los hombres se fijan más en mi trabajo que en mi persona, además de que los jefes me miran con más seriedad. Siento que puedo competir y ganarle al resto de mis compañeros", revela su secreto una licenciada que labora en un prestigiado despacho de abogados.
Fabiola Luna, coordinadora de moda explica que esta costumbre comienza con las niñas, que desde antes de que aprendan a hablar, ya son vestidas por sus madres con pantalón.
"Cada vez se ve más normal. Se ha perdido o vestido la coquetería. La feminidad reaparece cuando se está con la pareja o cuando la mujer acude a un evento social, cuando se siente cómoda y segura", afirma la experta en moda y que ha vestido a actrices como Salma Hayek y Penélope Cruz en la cinta Bandidas.
Y aunque todas admiten sentirse más femeninas cuando muestran las piernas, al final; el entorno, la comodidad y la moda acaban por imponerse.
En las costas cambia la historia. En el mar la vida es más sabrosa y el calor invita a retirar la tela de los cuerpos. Acapulco, Puerto Escondido, Playa del Carmen, o las artificiales playas de la Ciudad de México serán los espacios en donde ellas anden libres de temores para poder exponer la feminidad a flor de piel.
O bien si usted no saldrá de la ciudad y es de los que aspira a ver, al menos por una vez, una imagen similar a la de Marilyn Monroe con el vestido blanco sobre un túnel de ventilación, mejor rente la película La Comezón del Séptimo año. Una estampa que parece cada vez más lejana, algo seguro, pero incómodo.

Las playas de Panthemont

Es un gusto saludaros. Escribo desde mi torre, encerrado con mi imaginación y en compañía de esta computadora robada que adquirí en el "Barrio Bravo" de Panthemont.
Mis narraciones intentarán reflejar lo acontecido en esta tierra fértil para el vicio y la diversión. Ustedes ya conocen que esta abadía es una escuela para el santo placer. Sus tierras son espacio emotivo y generador de las más increíbles historias.
Os invito a integrar sus más oscuros y luminosos comentarios contra peleles, caballeritos, cardenales y demás fauna que insiste en mantener a este reino atrapado en la ignorancia.
Aquí la culpa no tiene espacio. Nadie será juzgado. Las palabras fluirán libres, críticas y ácidas.
Describiremos, entre todos, nuestro andar por callejuelas y tabernas. Presentaremos las pasiones humanas y defenderemos puntos de vista.
Pero no hay más tiempo para presentaciones. El gobernante de Panthemont, Marcel I ha decidido que lo pálido de sus habitantes debe desaparecer con baños de sol.
Con toda su "benevolencia" mandó traer arena de aldeas aledañas para la creación de playas; abrió torres y calabozos para que sus subditos podamos bañarnos con sal mineral y corporal en cuatro zonas de la aldea más grande del mundo.
Ahora, mi trabajo consistirá en que Marcel I abra también sus oídos y conciencia, para que además de los rayos solares permita a sus súbditos el consumo de bebidas embriagantes. De lo contrario tendré que llamar a la torre a Mariagna I, para que atada como le gusta, la llene con mi sabiduría y que por su boca salgan las palabras que nublen la mente de Marcel y todos podamos decir salud entre arena, sol y cloro.
Por cierto, el abad Norbert ha dicho que se deben denunciar a los curas pederastas. Lo leí y es cierto; lo que nunca explica es dónde lo podemos acusar a él, tan gustoso de la frase "Dejad que los niños se acerquen a mí".
Yo les digo, amigos, amigas: nunca se alejen de mí.

060407