viernes, 13 de abril de 2007

Entre temblores me muevo

Me levanté con la mente en la fiesta. Eliminé impurezas, perfumé todo mi cuerpo y me vestí de elegancia.
Al llegar a la casa de Madam Fatime sentí una revelación. Seis mujeres al servicio de la mansión, atentas a residentes e invitados, pero en casos como el que ahora les refiero, se multiplicaban el número a 200; todas serviles para atender a los paladares y gustos más exigentes.
Treinta invitados atendidos a cuerpo de marqués. Cual debe ser.

La casona era de una deliciosa elegancia, ubicada entre un patio central y un jardín trasero que atesoraba un verde laberinto con una plazuela a la que desembocaban los caminos.
Los dormitorios eran amplias habitaciones con grandes camas redondas, tapizadas con las más finas telas. El cocinero era de lo mejor de la región, los vinos, deliciosamente escogidos para la ocasión y las mujeres eran esculturas, regalos encantadores de la naturaleza.

Durante los seis días que pasamos en la casa de la señora Fatime llegaban y salían invitados y servidumbre. Los deseos eran realidades. La comida, la bebida, la saliva y el resto de fluidos estaban al alcance; sus olores y consistencia llenaban platos y vasos corporales.
Las fuerzas se alimentaban constantemente. Toda el hambre era saciada.

La música no faltaba. El sonido de tambores, pieles tensas golpeadas rítmicamente por las manos negras procedentes de África, vibraban y se fusionaban con risas y gritos en una canción maravillosa, ausente de letras, pero con un sensual mensaje.

Ellas iban y venían de una recámara a otra, pasaban de un baño a otro, de un cuerpo a otro. Un océano de dermis rompiá sus olas al pie de la chimenea. Era imposible caminar por el vestíbulo principal sin pisar piernas, senos y manos que atacaban y luchaban por nutrirse de mi cuerpo y de lo que les ofreciéramos el resto de los invitados.

No había reposo ni espacio para el descanso. El hambre no cedía entre los cómplices en la bacanal. No se respetaban edades ni morales, la locura desatada nos unía, el anonimato era garantía. Jamás volveríamos a vernos.

El calor al interior de la mansión invitaba a escapar para tomar el fresco en los jardines, pero una vez afuera el escenario natural ofrecía el mejor de los espectáculos. Las bancas que rodeaban la huerta eran ocupadas por parejas, tríos, grupos enteros que se amaban, animales salvajes que montaban unos a otros con desenfadada alegría.

Recorrí los tres caminos entre el verde laberinto, cada 20 metros era invitado a participar activamente. Al principio sólo me limitaba a observar, apenas podía comprender lo flexible que pueden ser los cuerpos y lo ágil que llegan a ser las lenguas. La imaginación y creatividad eran inagotables y las manos, nalgas, senos, penes y vaginas se confundían en una masa uniforme emisora de gritos y gemidos.

La elegancia con la que llegamos los convidados a la fiesta desapareció. Las caras telas que cubrían nuestros cuerpos eran abandonadas. Todos eramos iguales, sin distinciones. Todos desnudos; unidos bajo un "gobierno" libre, anárquico, lleno de improvisaciones, de sensaciones. De vez en cuando surgía alguien que lideraba y reacomodaba las cosas, pendiente de que cada integrante del grupo recibiera el mismo placer.
"Tú ya has dado bastante satisfacción, es tiempo que todos correspondamos generosos a tu gozo", pocas instrucciones que se sucedían cada cierto tiempo.
Al tercer o cuarto día las palabras ya no eran necesarias, los cuerpos se movían como si estuvieran educados, doctorados en materia de deseo.

La fragorosa actividad sólo era suspendida para comer y saciar la sed. Las sales minerales eran recuperadas con vino, frutas y almendras que llegaban en bandejas. Amables doncellas nos alimentaban como recién nacidos, nos daban de comer en la boca ya que no querían importunar o interrumpir la lúbrica actividad. En ocasiones ellas eran el alimento, participaban activamente y gozábamos de sus cuerpos. Al comerlas nos nutríamos de sus frutos.

Por la noche volvíamos a vestirnos para acudir al comedor al servicio de la cena. Los manjares más sublimes inundaban la mesa. Era difícil decidirse por algún platillo en especial; cerdo, aves, carnes; caldos deliciosos y vinos generosos formaban un cuadro digno de ser inmortalizado por los pinceles y la mirada de colores de los más grandes pintores.

Las dos horas de la cena era el lapso en que se suspendía toda actividad sexual. Al términar los postres, la mesa donde comíamos se transformaba en una cama adornada por un mantel de piernas, cuerpos unidos que ocupaban los espacios y ocultaban la madera del mueble. La carne de 25 mujeres, un rectángulo perfecto que abría sus piernas, una invitación a comer y beber de nuevo.

Al salir de aquella casa me enteré de los destrozos en Panthemont. La gente decía que se había movido la tierra. Yo de eso nada supe, mis temblores eran corporales, las piernas casi no me respondían.
Días despúes, algunos estudiosos en la materia señalaron a la casa de Madam Fatime como el epicentro del movimiento telúrico. Era cierto, por seis días tembló la tierra.

1 comentario:

xosean dijo...

Esa fue la despedida de soltero del Chamán en casa del Súper Muñeco. y los detalles los conocen mejor Chuyito, Jorge Reyes y Julio Candelaria.